jueves, 29 de octubre de 2009

NOCHE NONAGÉSIMA CUARTA

Circulan remolinando mi pregunta. Son gentes, al ras del suelo, van con anzuelo metido en la prisa y la ceguera evitando espantos. Los miro, me aburro, me siento en la vereda y no espero más que tu mano.
Llegás, cantando bajito, queriéndome urgente. Se te ve en los ojos, y sonrío. Te sentás también. Tan bien al lado mío. Y me escribís, unas palabras al oído. Te escucho y aprendo, a quererte entero. A besarte en nombre, de las que se fueron. Y me quedo en calma, porque nos reímos.
Te pesa la cruz, te cuento las mías. Me alejo un poquito, sólo un poquito corro la cara para verte bien, o para verte. Y sonrío de nuevo, porque me gustás y te lo digo, y en el decir, que no se acaba, se va la muerte, asustada de la luz que derraman nuestras sombras.
Sentados ahí nos pasamos unos ratos rotos, esperando que se dejen las nubes llover. Sentados sintiéndonos, alados, soltándonos las cuerdas.
Me pedís llorar y te abrazo brisa porque todo pasa. Yo mientras te canto y te quiero un poco. Y otro poco más, pero me cuido.
La otra cara es el brillo, te digo. No hay sol sin luna, y al mar hay que bebérselo todo. Entendiendo como siempre, me mirás triste, pero no tanto. Te enjuagás el llanto y nos levantamos. Para no callarnos más las bocas. Para ir siendo, nos vamos. A buscarnos luces en nuestros colores.

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