jueves, 29 de octubre de 2009

NONAGÉSIMA TERCERA NOCHE

Pestañeé dos veces

Estoy improvisando, musité. No se cómo se hace. Me miró atenuado, casi melancólico. Corrió el pelo que me cubría el ojo y sonrió. Estás escondida. Estoy, dije, y no creo en los milagros. Lo entendés? Insistió. Si, si, respondí. Son muchas palabras, pero entiendo. Entiendo y no me importa. Se quedó callado. Un momento o dos. Me abrazó. Un momento o mil. Me guardé en su cuello. Me guardé en silencio y lloré los días que hicieron abismo en el encuentro. Me apretó más fuerte. Casi me dolía, estirar la mano y que sea un sueño. Es una herejía, pensé, que me acuse el tiempo por haber tardado.
Nos desprendimos sin querer hacerlo. Nos despedimos sin sabernos lejos. Y se fue. A su casa. Y yo, a la más mía de mis suyas. A dormir un poco y soñar más claro.

Cuando desperté, porque entraba el día por el vidrio roto de mi lente viejo, estaba pegado casi por completo a mi piel sin sombra. Sonreí despacio. Antes de ser cierto, pestañeé dos veces. Luego recordando, le pedí su mano, que ya bien despierta merodeaba el manto que a mi sed cubría. Dibujó colores en el techo alado del cuarto ambidiestro. Le ofrecí besarlo y aceptó sabiendo, que le hablaba en serio. Nos desvanecimos casi por completo. No dejamos huella. Nos enmudecimos. Nos desdibujamos. Y otra vez el día, reclamando vuelta. Así nos volvimos. Sin soltarnos pronto, sin querer lloramos. Un poco, y otro poco más. Otra vez los besos y así nos saltamos, todos los mañanas y sus desencantos. Es cerrar los ojos, dije. Respiró muy cerca. Temblando su viento, con su prisa en pausa. Dominó su encanto y pude salirme, a buscar mis ropas entre los vestuarios. Vamos a cantarnos, que se acaba el mundo, dije.

Y desperté, porque entraba el día, por el vidrio roto de mi lente viejo.

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