Pestañeé dos veces
Estoy improvisando, musité. No se cómo se hace. Me miró atenuado, casi melancólico. Corrió el pelo que me cubría el ojo y sonrió. Estás escondida. Estoy, dije, y no creo en los milagros. Lo entendés? Insistió. Si, si, respondí. Son muchas palabras, pero entiendo. Entiendo y no me importa. Se quedó callado. Un momento o dos. Me abrazó. Un momento o mil. Me guardé en su cuello. Me guardé en silencio y lloré los días que hicieron abismo en el encuentro. Me apretó más fuerte. Casi me dolía, estirar la mano y que sea un sueño. Es una herejía, pensé, que me acuse el tiempo por haber tardado.
Nos desprendimos sin querer hacerlo. Nos despedimos sin sabernos lejos. Y se fue. A su casa. Y yo, a la más mía de mis suyas. A dormir un poco y soñar más claro.
Cuando desperté, porque entraba el día por el vidrio roto de mi lente viejo, estaba pegado casi por completo a mi piel sin sombra. Sonreí despacio. Antes de ser cierto, pestañeé dos veces. Luego recordando, le pedí su mano, que ya bien despierta merodeaba el manto que a mi sed cubría. Dibujó colores en el techo alado del cuarto ambidiestro. Le ofrecí besarlo y aceptó sabiendo, que le hablaba en serio. Nos desvanecimos casi por completo. No dejamos huella. Nos enmudecimos. Nos desdibujamos. Y otra vez el día, reclamando vuelta. Así nos volvimos. Sin soltarnos pronto, sin querer lloramos. Un poco, y otro poco más. Otra vez los besos y así nos saltamos, todos los mañanas y sus desencantos. Es cerrar los ojos, dije. Respiró muy cerca. Temblando su viento, con su prisa en pausa. Dominó su encanto y pude salirme, a buscar mis ropas entre los vestuarios. Vamos a cantarnos, que se acaba el mundo, dije.
Y desperté, porque entraba el día, por el vidrio roto de mi lente viejo.
Estoy improvisando, musité. No se cómo se hace. Me miró atenuado, casi melancólico. Corrió el pelo que me cubría el ojo y sonrió. Estás escondida. Estoy, dije, y no creo en los milagros. Lo entendés? Insistió. Si, si, respondí. Son muchas palabras, pero entiendo. Entiendo y no me importa. Se quedó callado. Un momento o dos. Me abrazó. Un momento o mil. Me guardé en su cuello. Me guardé en silencio y lloré los días que hicieron abismo en el encuentro. Me apretó más fuerte. Casi me dolía, estirar la mano y que sea un sueño. Es una herejía, pensé, que me acuse el tiempo por haber tardado.
Nos desprendimos sin querer hacerlo. Nos despedimos sin sabernos lejos. Y se fue. A su casa. Y yo, a la más mía de mis suyas. A dormir un poco y soñar más claro.
Cuando desperté, porque entraba el día por el vidrio roto de mi lente viejo, estaba pegado casi por completo a mi piel sin sombra. Sonreí despacio. Antes de ser cierto, pestañeé dos veces. Luego recordando, le pedí su mano, que ya bien despierta merodeaba el manto que a mi sed cubría. Dibujó colores en el techo alado del cuarto ambidiestro. Le ofrecí besarlo y aceptó sabiendo, que le hablaba en serio. Nos desvanecimos casi por completo. No dejamos huella. Nos enmudecimos. Nos desdibujamos. Y otra vez el día, reclamando vuelta. Así nos volvimos. Sin soltarnos pronto, sin querer lloramos. Un poco, y otro poco más. Otra vez los besos y así nos saltamos, todos los mañanas y sus desencantos. Es cerrar los ojos, dije. Respiró muy cerca. Temblando su viento, con su prisa en pausa. Dominó su encanto y pude salirme, a buscar mis ropas entre los vestuarios. Vamos a cantarnos, que se acaba el mundo, dije.
Y desperté, porque entraba el día, por el vidrio roto de mi lente viejo.
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