sábado, 31 de octubre de 2009

NONAGÉSIMA QUINTA NOCHE

Terminé de hablar y se movió. Un poco, sólo un poco, pero me di cuenta. Se le corrió algo en la mueca que traía y aunque en seguida la volvió a su sitio, yo ya había visto y de ninguna forma iba a pretenderme distraído. Así, me quedé ahí parado, en frente suyo, a la espera de los hechos. Acomodó su gesto severamente, intentando normalidades que ya no la serían, y volvió sus ojos a los míos, ajena a sus sucesos, presa de las pieles, haciéndome preguntas. Yo iba contestando, de una en una, sin correr la vista de aquellos secretos que nos separaban. Y volvió a moverse, como sacudida por un viento espasmo que soplaba suelto desde su mentira. Me quedé callado. Me miró aturdida, sin poderme lejos estiró la mano llegando a la mía, y pidió firmeza. La sostuve entonces, en aquel silencio que nos explicaba. Siguió preguntando. Siendo tan omisos todos nuestros casos, conversamos arduo y marcó su frente toda la ironía de hablarnos en clave. Se soltó de pronto. Me miró culpable, casi sonreía sin querer hacerlo. Se estiró su boca, ambidiestramente hacia los costados, y aflojó los labios pidiendo perdones. Yo no dije nada, apenas creía en la carcajada que la sacudía o en sus convulsiones, que la demandaban tan cerca del piso, sentada en cuclillas, cada vez más sola. Escuché creciendo su grito hilarante y quedé tan quieto como desahuciado, ya no había vuelta y ella que se iba. No puedo decirles cuánto fue en el tiempo, lo que aquel momento nos tomó de espanto. Pero sí contarles, que aunque la quería, no pude saberla más que en ese trance de locura idiota, que la evaporaba, dominando el miedo todo lo posible, y esquivando charcos de su muerte en sangre. Se quedó vibrando su fiesta sin gente y me fui despacio, caminando un poco, por donde venía. Sin doblar esquinas, sin llorarla a veces, sin quererla tanto.


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